La década de 1990 se presentó bajo un aspecto particularmente contradictorio para los teóricos sociales. Por un lado, el clima ideológico estaba dominado por el colapso de la Unión Soviética y sus extensiones en Europa del Este. Aun que las tendencias intelectuales de mayor repercusión adoptaron distintas formas, por ejemplo, la declaración de Fukuyama del fin de la Historia y la implantación del posmodernismo como la ortodoxia reinante en amplias zonas del mundo académico, todas sacaron la misma conclusión: el capitalismo liberal había triunfado definitivamente sobre cualquier otra alternativa factible.
Hasta aquí todo resulta familiar. Pero más allá del mundo académico y del de los creadores de opinión, las sociedades capitalistas avanzadas continuaron exhibiendo los defectos estructurales que habían motivado la originaria búsqueda de algo mejor. No sólo persistieron las mismas injusticias y sufrimientos de antes, sino que incluso aumentaron. Las desigualdades socioeconómicas en la mayoría de las democracias liberales occidentales y la pobreza absoluta se incrementaron, mientras los regímenes presupuestarios neoliberales hicieron reducciones, a menudo drásticas, en la provisión del bienestar. Mientras tanto, durante casi una década, dos de las tres principales zonas del capitalismo avanzado –Japón y la Europa continental– sufrieron un estancamiento económico crónico. El resultado fue un proceso de polarización de clase que, en algunos países, provocó enfrentamientos sociales a gran escala. En Francia por ejemplo, tuvieron lugar los conflictos más intensos, especialmente las huelgas del sector público de noviembre y diciembre de 1995.
lunes, 3 de mayo de 2010
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